21 de març 2014

CONTRA LAS NORMAS DEL LENGUAJE DEL MÓVIL

El otro día, al conocer la noticia de que un libro de texto de lengua castellana de 5º de Primaria contiene un capítulo en el que se recogen algunas de las normas básicas que, supuestamente, debe tener el lenguaje del móvil, saltó la chispa en el trabajo. Mis jóvenes compañeros –casi quince años menores que yo– se lanzaron a una defensa a ultranza del capítulo del susodicho libro, rompiendo incluso con el consenso generalizado de los internautas que, paradójicamente, horas antes habían incendiado las redes sociales con sus belicosos comentarios contrarios al mismo. Me quedé solo, pues, también paradójicamente, y sin ánimo de crear un precedente, me posicioné a favor de los internautas –debo decir que la única compañera de mi edad que intervino en el debate me tildó de antiguo y de refractario a los meteóricos cambios de nuestra sociedad tecnológica–. Confieso que me mostré torpe en mi razonamiento y que, impotente, hice gala de la misma pobreza argumentativa de los internautas, motivos suficientes para escribir ahora este post.
Mis compañeros apelaron a la necesidad de dotar de una cierta solidez normativa a ese lenguaje (o, mejor dicho, tal como aclararon, registro). En vez de rebatirles con sus mismas armas, me fui por los cerros de Úbeda. Con lo fácil que hubiera sido atarlos en corto diciéndoles que, precisamente, a causa del contexto en el que en su día nació ese registro, es un auténtico dislate pretender ponerle puertas. El principio fundamental de esta era tecnológica en la que nos hallamos es la libertad, por lo que, por encima de cualquier otra consideración, si hacemos caso de las arbitrarias normas que ambicionan imponer esos adultos repipis que han elaborado el capítulo del libro de lengua castellana, además de cargárnosla en un pis pas, estaríamos eliminando de un plumazo buena parte de los logros de esa “sociedad del bienestar digital”. Eso por no hablar de la obsolescencia implícita a las mismas. Han nacido demasiado tarde. Habrían tenido un cierto sentido –por razones estrictamente económicas– si hubieran surgido con los mensajes de pago del SMS, como antaño ocurrió, por ejemplo, con los telegramas. Sin embargo, ahora que disponemos de whatsApp y podemos escribir cuanto queramos y cómo nos dé la gana sin coste alguno ya no tienen ninguna razón de ser. Su papel es el mismo que el de los cursos de formación para desempleados o el de la mayoría de las ONG’s. Solo sirven para favorecer, bien sea con remuneraciones pecuniarias o satisfaciendo un errado prurito altruista, a quienes las han creado.
No olvidemos tampoco que esas normas van dirigidas a un público adolescente, que, al fin y al cabo, en su manera de comunicarse no hace más que traducir su periodo de rebeldía y que, como bien arguyen los expertos, juega a poner diferencias generacionales. Querámoslo o no, su anhelo es el de implantar una jerga que los distinga de los adultos. Por eso, basta que estos se inmiscuyan en sus asuntos para que se destape la caja de Pandora. En definitiva, queridos compañeros, creo sinceramente que en esta ocasión quienes habéis pecado de reaccionarios sois vosotros.