31 de des. 2011

CORRER (Y II)

Foto: Gemma Pujol

Lo primero que haré mañana al levantarme será salir a correr. Llueva, truene o relampaguee, pienso estrenar mi nueva equipación de runner con que los Reyes de Oriente me obsequiaron en las últimas navidades y que pugna por salir del armario de una vez por todas. A ritmo de principiante, recorreré los cuatro kilómetros que separan Vallfogona de Riucorb (donde pasaré la Nochevieja) del precioso pueblo de Guimerà y, sólo en el caso de que me lleven las piernas, desandaré la carretera de vuelta a casa de mis queridos anfitriones Pascual y Loli. Sé que no será una carrera matutina al uso –uno más de los continuos entrenamientos del Zatopek del Correr de Jean Echenoz, sino que llevará implícita una gran carga emocional. Cuando ponga tierra de por medio sin mirar atrás, me separaré para siempre –de manera simbólica, afectiva y efectiva, por activa y por pasiva, y sin ambages– de El caçador d’instants, ese hijo ciclotímico (no en su manera de ser sino en cómo ha venido expresándose) con el que, pese a algunas ausencias y claudicaciones, he procurado comportarme como el mejor de los padres.
Si bien estoy satisfecho porque creo que lo he dado todo, justo es reconocer que El caçador d’instants es la historia de un fracaso. De los 365 artículos que me había propuesto escribir en otros tantos días, he hincado la rodilla en los 321. Trasmudado en un solitario corredor de fondo, he tenido seis meses sin tacha, pero otros seis llenos de turbulencias. De ahí el revés. En cualquier caso, creo que es la primera vez en toda mi vida que una decepción me sabe a gloria. Pagaré con sumo gusto la cena que me aposté con Enrique –uno de los amigos que más me ha animado a pesar de sus intereses contrarios– cuando se enteró de mi arrebato. Me libero, pues, de los grilletes que yo mismo me puse hace ahora un año.
En fin... pues pasa que me he quedado en blanco y voy a tener que recurrir a la escritura automática. Me disculpo por ello. Sé que los de las despedidas son artículos que se tienen preparados con mucho tiempo de antelación, pero yo aún me estoy haciendo a la idea de que mañana no me sentaré en la silla de madera retráctil de mi biblioteca, con música de fondo de Ella Fitzgerald, Pat Metheny o Jordi Bonell, y algún que otro puro habano, canario o leridano en los labios, mientras me estrujo la mollera para hallar el tema que me permita sacarme de la manga un texto de treinta o cuarenta líneas.
Sea como fuere, no quiero despedirme sin algunos de esos elegantes agradecimientos finales a los que tan dados son los escritores anglosajones. El primero de todos debe ser para Carles Mera, el verdadero artífice de la existencia de este blog. Su colaboración desinteresada durante un día entero para sacar El caçador d’instants del líquido amniótico de internet me persuadió de la descortesía que hubiera supuesto no haberlo seguido manteniendo a flote. El segundo es para todos los amiguetes y conocidos que no sólo acogieron con los brazos abiertos el proyecto sino que tan generosamente se han venido manteniendo fieles hasta el final. (Gabriel García Márquez tenía más razón que un santo cuando dijo aquello de que uno escribe para que lo quieran más.) El tercero, para los lectores que alguna que otra vez se han dejado caer para interesarse por algún artículo. El cuarto, para los tres colaboradores de lujo que me han relevado en alguna fase de desánimo: Pascual, mi madre y mi hija Clàudia (¡ah, y ese colaborador secreto al que tanta grima le da aparecer!). Y, para acabar, a mi familia... por no echarme de casa por habérsela llenado de humo y de olor a puro, un día sí y el otro también, desde mi encierro monacal y, sobre todo, por haber dejado de ser quien fui alguna vez. Espero volver a serlo. Cuento con todo el 2012 para conseguirlo. Prometo intentarlo con todas mis energías ahora que soy consciente de hasta dónde pueden llegar mis deseos.

30 de des. 2011

AMIC DE LA NIT, EL JAZZ I ELS CIGARS

Fotomuntatge: Laura Gas


Tinc el cim d’El caçador d’instants a tocar i, si bé governo les meves darreres passes amb l’eufòria d’haver escalat la muntanya més alta de la meva vida, també m’envaeix la tristor dels moments de joia que he deixat enrere i que s’han perdut irremissiblement, com aquelles molles de pa del conte del Cigronet. No hi ha dubte que els desitjos de la ment humana són encara més inescrutables que els camins del Senyor. És curiós, però el que més em vindria de gust ara mateix seria lliscar per un trampolí gegant i, a la manera dels esquiadors de la tele que demà passat donaran la benvinguda al nou any abans que ho faci La marxa Radetzky de l’Òpera de Viena, volar cap al buit per tornar a començar. Serà cosa de la síndrome d’Estocolm o de la famosa depressió postpart de què parlen alguns escriptors pusil·ànimes en acabar les seves obres?
Avui, no sé si per la buidor que sento, també a mi em ve de gust mirar-me una mica el melic i fer-vos cinc cèntims del procés creatiu en la meva aventura d’escriure un post diari durant el 2011. Sobretot després que, ara fa un any, a una setmana vista del començament del projecte, faltés ben poc perquè la ingenuïtat del neòfit m’impulsés a batejar el bloc amb el nom d’Escrit en mitja hora. Ja! Poc podia imaginar-me que la mitjana diària d’elaboració d’aquests articles seria de tres hores i que n’hauria de robar-li tantes a la son que acabaria esdevenint un altre dels assidus nighthawks de la barra del dinner del famós quadre de l’Edward Hopper. Un falcó noctàmbul que ha compartit aquest tenebrós regne amb els dignes i indignes treballadors del torn de nit del servei de neteja de Barcelona (un dia, en una mostra de realisme brut sense parangó, vaig veure com des d’un petit cotxe elèctric de BCNeta estacionat a la cantonada del carrer de davant de casa sortien disparades dues llaunes buides de cervesa), així com amb la caterva de perdularis ebris i sorollosos, autòctons i forasters, que pul·lula sense treva per la ciutat.
Jo m’havia imaginat una escriptura més plàcida, constantment bressolada per les nimfes de la inspiració, però ni molt menys ha estat així. He hagut d’aparcar la meva vida per donar vida al bloc i, un cop més, reconèixer la sàvia lucidesa de la dita popular de «qui vulgui peix que el vagi a pescar». El dia a dia m’ha fet desistir de la visió romàntica d’alguns escriptors, com per exemple la Isabel Allende, per a qui el seu procés creatiu és l’interval de temps que va des del moment en què encén un ciri fins al que mor consumit. Jo no he tingut més remei que baixar a l’arena d’una mena de circ romà per tal d’enfrontar-me a tot un seguit d’entrebancs imprevistos i dimonis particulars (el cansament físic i mental, la conciliació del bloc amb la vida familiar i laboral, l’angoixa d’una permanent inseguretat, la por al paper (a la pantalla) en blanc –ara sé que és certa– i al desinterès dels lectors,...).
Sortosament, a mig camí han aparegut dos aliats d’excepció: la música de jazz i els cigars. El primer m’ha permès de mantenir-me despert en els instants de defallença (que bé que sona un saxo, una trompeta, una guitarra o un piano a les tres de la matinada, amb tots els sentits exacerbats, al límit de les forces). El segon, fer un parèntesi per pensar. Coincideixo amb la Florence Delay, autora d’Els meus cendrers, en què quan s’està perseguint una forma o una imatge una bona pipada fa miracles. A banda que hi ha un no sé què de metafòric en la relació de l’home amb el tabac. I és que, en certa manera, som com un cigar que s’encén i, després, ¡puf... s’ha acabat! Però, ai las!, tenim la capacitat de ressuscitar... perquè sempre hi ha un altre cigar per encendre, un altre projecte per començar! 

29 de des. 2011

LOS DIOSES DEBEN DE ESTAR LOCOS

Foto: Oriol Alamany
¿Cómo puede una silueta decir tanto de un lugar? No me cansaré nunca de mirar a ese paciente guepardo, sentado entre matorrales en un altozano, a la espera de que se levante el día para tonificar sus músculos diseñados para la carrera con los primeros rayos del sol. El autor de la imagen, el fotógrafo Oriol Alamany, me ha confesado que fue el primer cheetah que vio en su vida y que la escena lo sobrecogió de tal manera que tuvo que respirar a fondo para que no le temblara la cámara en la que había montado un pesado teleobjetivo y en el último momento se le fuera al traste ese inusual plano. Al margen de la foto, le he oído decir siempre que bastaron unos pocos minutos en el Kalahari para enamorarse de su magia. Poco más o menos me ocurrió a mí con este inolvidable desierto sudafricano al que llegué una tarde invernal. Si bien no tuve tanta suerte como Oriol, sería injusto quejarse cuando la primera imagen que presencié fue la de una pareja de orix –el animal más representativo de estas tierras– paciendo sobre una inmensa alfombra de arena roja y delicada como la piel de un bebé. Estoy seguro de que fue aquí donde el escritor Michael Ende encontró la inspiración para dar con el león de Graógraman, la primera criatura fantástica que creó Bastián, el niño protagonista de La historia interminable. Sólo quien ha tenido la dicha de contemplar los reflejos cambiantes de las dunas del Kalahari puede comprender que cuando el citado felino modificaba el color de su pelaje conforme avanzaba por ellas también lo hacían sus sensaciones, no en vano este hipnótico paisaje tiene la virtud de sumirlo a uno en una sugestión permanente.
En este durísimo entorno vive una de las tribus más primitivas del planeta, la de los bosquimanos o san. Como en tantas otras tierras colonizadas por el hombre blanco, ha sido pasto de los abusos y la discriminación del invasor, y relegada a indignos asentamientos. Uno no tiene más que otear el brillo lejano de los techos de hojalata de sus míseras viviendas para intuir los estragos de la codicia humana. Es una mácula difícilmente digerible que empaña muy mucho las bondades del lugar y que lleva a pensar que, con más frecuencia de lo que se cree, los dioses deben de estar locos.

28 de des. 2011

NOSTÀLGIA DE MÀQUINA D'ESCRIURE

Foto: Imatges Google
Ja fa uns mesos que, com qui no vol la cosa, la meva mare em tempteja a l’espera que acabi claudicant i li doni la conformitat per desfer-se de l’antediluviana màquina d’escriure de la meva adolescència, una imponent Olympia Internacional que va entrar a casa directament de l’oficina de no sé quin parent en substitució de la malmesa Olivetti Lettera 35 dels meus primers treballs escolars. Tinc claríssim que, igual que he fet fins ara, en el futur immediat continuaré fent-me el longuis i donant-li llargues; he pres la decisió per endavant perquè, francament, no contemplo la possibilitat de desempallegar-me’n, sobretot ara que els meus fills, encuriosits, hi juguen i l’hi han agafat un cert afecte. I és que, ben mirat, aquest enginy exerceix un magnetisme que el fa irresistible. Quantes vegades alguns dels seus dispositius no hauran estimulat la meva imaginació infantil. Costa oblidar el plaer que experimentava movent la palanca de carro lliure per a canviar de línies pensant que en realitat estava accionant la dels intermitents del Seat 127 del meu pare. O com em convertia en client d’un hotel imaginari teclejant fins a fer sonar el timbre que avisa quan s’arriba a la vora del marge. També vaig esdevenir botiguer manipulant, com si es tractés d’una precisa balança, els tabuladors metàl·lics. I què dir del moment en què, aixecant l’armadura i meravellant-me amb l’amfiteatre d’esquelètics braços de les tecles, passava a ser un mecànic avesat amb granota blava i greixosa. Sé que per arribar a estimular la fantasia com acabo d’explicar era necessari estar-se moltes hores davant de la màquina i conèixer-la a la perfecció. I, per això, res millor que les classes de mecanografia, segurament l’activitat extraescolar més freqüent de la meva generació. Havíem d’aprendre a teclejar com energúmens pulsant amb els deu dits a partir de la distribució qwerty. En aquest sentit, un dels aspectes més xocants de l’arribada de la informàtica ha estat la renúncia absoluta a aquesta exigència, com si la màgia dels ordinadors ja se n’ocupés per nosaltres.
Ara que he llegit l’esperançadora notícia que en algunes oficines encara s’utilitzen les màquines d’escriure per a omplir talons, factures, documents preimpresos i de comptabilitat, o adreces en sobres, m’ha vingut al cap la defensa aferrissada que en Josep Maria Espinàs sempre ha fet de la seva vella i imprescindible Olivetti. És una qüestió de sorolls. Sembla que sentir el tac-tac, tac, tac-tac, tac, el tranquil·litza i l’anima. «És com si, quan pico la te, i la o, les lletres em parlessin. El meu teclat de palanques té vida. Pica sobre la cinta que va passant lentament». Però que ningú no s’enganyi. L’escriptor és conscient que els temps canvien i, per aquest motiu, en el capítol d’agraïments del seu darrer llibre, El meu ofici, diu això: «A l’Olivetti Studio 46 i als fabricants de cintes, que per cert cada dia duren menys. És un discreta manera de dir-me que les coses s’acaben». A les barricades!!! 

27 de des. 2011

EL TITÁN DEL QUIQUIBEY (Y II)

Foto: R. Berrocal
(... Viene de hace dos días)
En la terminal de trenes de la liberación en Toulouse, en 1945, Antonio García Barón ya había tenido tiempo de dibujar su futuro. No albergaba ninguna duda sobre su renuncia al dinero, al lujo y a una posición social en favor de una vida lo más sencilla posible, carente de los mecanismos de codicia que generan el odio y la competitividad. El único obstáculo para dar el salto al anhelado destino era salvar la burocracia europea. Fue un parto difícil, pero en cuanto se presentó la ocasión se embarcó con rumbo a Bolivia. «¿Qué podía esperar ya de aquel continente que me había deparado dos guerras en el espacio de pocos años, la destrucción de mi familia, de muchos de mis parientes y amigos, y una estancia de cinco años en uno de los peores campos de exterminio nazis? Debía buscar a partir de ahora un paisaje nuevo, algo más que aquel trozo de cielo austriaco que veíamos desde Mauthausen, un mundo distinto, renovado, libre de las huellas de Caín».
Si durante un lustro la única libertad posible había pasado por el suicidio, en adelante se sustentaría en la frondosidad de la selva amazónica. No estaba dispuesto a matarse por la comodidad. Acostumbraría su maltrecho cuerpo a tan sólo lo imprescindible, ordenando su vida de una forma racional y espiritual. Mauthausen le había enseñado que no hay cosa peor que recordar en la adversidad los tiempos felices. Pero aquella etapa había quedado atrás para siempre y ahora ambicionaba todo lo contrario, emprender un proyecto de vida que en el futuro le permitiera recordar cuánto había merecido la pena. Había sobrevivido al infierno y, pese a que esa circunstancia sería su remordimiento, también sería su venganza. Odiaría odiar, aunque no olvidaría jamás.
La lectura de El precio del paraíso despertó en mí un ardoroso deseo de regresar a la tierra que devolvió a la vida a Antonio García Barón. Me pasé dos años sin quitarme de la cabeza esa remota región del Beni que apenas había tenido tiempo de degustar. Ansiaba con todas mis fuerzas volverme a adentrar en la espesura de la selva. Y un día sucedió lo inimaginable. Recibí una llamada de Marco Antonio, mi guía, el nieto del aragonés. Se había pasado un año malviviendo en Mallorca, sumido en una insana añoranza. A la semana siguiente volaba desde Barcelona con destino a Rurrenabaque, su tierra, y me pidió que lo acogiera en mi casa durante una noche. Se me disparó el corazón con tanta furia que en cuanto colgué el teléfono me fui a comprar mi billete. Marco Antonio no se iría a Bolivia sin mí. Pocas veces me he sentido tan satisfecho de haber tomado una decisión tan drástica como en aquella ocasión. Ni que decir tiene que los quince días que pasé en la selva boliviana fueron los más intensos de toda mi vida. Puedo asegurar que jamás he encontrado a una persona tan noble como Marco Antonio, digno heredero de su abuelo. Y sí, como no podía ser de otro modo, conocí también a Antonio García Barón, con quien me bastó media hora de charla para percatarme de que estaba ante un ser humano extraordinario. Un hombre que experimentó en propia piel lo bueno y lo malo de la humanidad en una situación límite, la generosidad y el envilecimiento. Tampoco tardé en darme cuenta de que era mucho mayor de lo que reflejaba su aspecto. Al fin y al cabo, ¿cuántos años de vida representan un lustro en Mauthausen?

26 de des. 2011

ELS AIXAFAGUITARRES DEL NADAL

Foto: Imatges Google
Que als Estats Units ciutadans partidaris i contraris al Nadal tinguin ganes de buscar brega és la prova fefaent que la crisi no ha aconseguit minar l’optimisme de la població amb la mateixa ferocitat amb què ho ha fet a la vella Europa. Aquí hi ha hagut unanimitat respecte a combatre l’ensopiment dels darrers temps amb qualsevol motiu de celebració i alegria. A l’altra banda de l’Atlàntic, en canvi, han sovintejat els casos de boicot d’aquestes festes. A Texas, per exemple, hi ha una disputa instigada per la Freedom from Religion Foundation, que aboga per la separació entre l’Església i l’Estat, per tal que sigui retirat un pessebre o, a falta d’això, perquè s’enlairi també una pancarta atea al costat d’aquell anunciant l’arribada del solstici d’hivern. A Carolina del Sud s’ha donat un cas similar. Un hospital estatal ha prohibit que hi hagi escenes nadalenques a les seves instal·lacions. Per no parlar de les veus que clamen per la conveniència de desitjar “bones festes” en comptes d’un “bon Nadal”. Per acabar-ho d’adobar, el congrés dels Estats Units s’ha sumat a la polèmica i ha fet pública una resolució no vinculant en què expressa “la sensació de la Cambra de Representants que els símbols i les tradicions del Nadal haurien de ser protegits per a l’ús de qui vulgui celebrar el Nadal”.
Sembla que l’oposició a aquesta festivitat ja ve de lluny. El més gran enginy de la literatura nord-americana i amb seguretat el seu cínic per excel·lència, l’escriptor Ambrose Bierce, va vilipendiar el Nadal fins als seus últims dies a la frontera mexicana. Va definir-lo en el Diccionari del Diable, un glossari satíric, com “una jornada consagrada a la golafreria, l’ebrietat, la sensibleria, els regals, l’estupidesa pública i la conducta desordenada a la llar”. Abandonà fins i tot l’esperança de trobar-se amb algun brillant geni o, fins i tot, un idiota inspirat, que, en comptes d’expressar els seus millors desitjos, fos capaç de mantenir la boca tancada. Per això odiava la blanesa de l’Ebenezer Scrooge, el personatge de Dickens, que en tan sols una nit va passar del mític “bah! faules!” al “Déu beneeixi tothom”.
Tot plegat, pura exageració. Jo em quedo amb la definició que el Nadal és la tendresa del passat, el valor del present i l’esperança del futur. Possibilita, en definitiva, que recordem les il·usions de la nostra infantesa i les alegries de la nostra joventut i transporta al viatger a la seva xemeneia i a la dolçor de la llar. Ho va dir en Charles Dickens i, què voleu que us digui, a mi em convenç completament. I si no, decidiu-vos a passar un Nadal fora de casa i ho comprovareu.

25 de des. 2011

EL TITÁN DEL QUIQUIBEY (I)

Foto: Gemma Pujol
Erguidos en el cajón descubierto de la camioneta Ford que se las había visto y deseado para salir del lodazal en el que quedó atrapada minutos antes, uno de los ocho guías de que disponíamos en exclusividad Ana, Gabi, Gemma y yo quiso dejarme claro que por sus venas también corría sangre española. «Mi abuelo es de Monzón, un pueblito de Huesca», me dijo con orgullo. En ese momento andaba yo tan preocupado por no perder el equilibrio que apenas presté atención a sus palabras. «Precisamente, el año pasado vino a Bolivia un periodista español a entrevistarlo», persistió en su voluntad de darme carrete. «¿Y eso?», contesté más por cortesía que por interés, atento a los fangosos socavones de la pista que atravesaba aquella pampa. «Estuvo cinco años preso en el campo de concentración de Mauthausen. De ahí el libro». «¿Qué libro?». «El de ese periodista español que viajó desde España hasta aquí solo para hablar con él, un tal Manu Leguineche». Aquel rostro de rasgos orientales al que de repente se me fueron los ojos detectó al instante que ahora era todo oídos. Así que no esperó a que le marcara la pauta con una nueva pregunta y prosiguió: «El tipo se pasó varias semanas con mi abuelo en la República del Quiquibey». «¿El Quiquiqué?». «El Quiquibey, un pequeño poblado situado a la orilla del río que le da el nombre. Lo fundó mi abuelo a partir de dos principios: la fe libertaria y el trueque». Aquello sonaba de perlas; de manera que no dudé en preguntarle por el título del libro. «El precio del paraíso».
Tres días después, ya en Barcelona, me faltó tiempo para comprarlo. Lo devoré con el mismo frenesí con el que me rascaba las numerosas picadas de insecto que traía de la selva del Beni. La historia de Antonio García Barón, el abuelo español de mi guía Marco Antonio Diéguez García, narrada magistralmente en forma de monólogo por Leguineche, es de las que deja sin aliento y sin esperanza. Sólo la voluntad de supervivencia y esa fe libertaria de la que me había hablado su nieto concedieron al aragonés la posibilidad de renacer de sus cenizas para continuar en este mundo, aunque fuera con el permanente olor a muerte de los hornos crematorios, marca Topf, del campo de concentración de Mauthausen donde durante cinco eternos años no dejó de ser un mero color, un número. Y eso que previamente, como español que había hecho y perdido la guerra, ya se le había negado una patria, una identidad, una documentación, un alma. Él mismo se lo confesó a Leguineche: «Fuimos los apestados de Europa con la campanilla del leproso colgada al cuello».
(Continuará...)

24 de des. 2011

LA MALÀRIA I EL GINTÒNIC

Foto: Imatges Google
«Però, què fa la monja Teresa Forcades al festival de Nadal dels meus fills?», em pregunto mentre l’observo tota cofoia asseguda a l’altra banda de la sala. Algú em comenta que és la tieta d’una alumna de l’ESO del col·le. Com que encara tinc molt present la seva ferma oposició a l’OMS, a la indústria farmacèutica i a l’obligació de vacunar-se contra la grip A, de seguida em dóna per comparar-la al viròleg pijo Nathan Wolfe, elogiat per la comunitat mundial pels seus esforços en la recerca de gèrmens desconeguts que puguin amenaçar la humanitat. El jove científic pretén transformar la manera de plantejar-nos el control de les malalties virals que acaben en pandèmies. Per això s’ha proposat conscienciar els organismes internacionals de la necessitat de passar de la contenció dels brots a la presa d’agressives mesures preventives contra els virus emergents. Paral·lelament, ha alertat dels riscos que comporta el transport global, el canvi climàtic, les ciutats atapeïdes de gent i l’increment d’una població anciana. Pel que sembla les societats modernes són una mina per als microbis i, tot plegat, un brou de cultiu perquè les farmacèutiques comencin a fregar-se les mans (si és que no ho han fet prou durant tots aquests anys). 
Jo sóc més del parer de la Teresa Forcades i crec que, pels motius que sigui, ens agrada fer un gra massa i que el que caldria en realitat és redoblar els afanys en el combat contra els estralls de les malalties conegudes. Encara sento vergonya aliena davant de la indiferència (interessada?) per la tasca impagable del científic colombià Manuel Patarroyo –un dels meus tres herois particulars, juntament amb el Nelson Mandela i el J. Michael Fay– en la lluita contra la malària. Si bé, arran de l’obvietat que els seus experiments són efectius per a un 95% dels casos, aquest any ha tornat a ser mereixedor de tota mena de reconeixements, no puc oblidar els menyspreus i les contrarietats que ha patit al llarg de trenta anys de recerca. Estic convençut que si no hagués tingut cap obstacle en el trajecte ja faria temps que molts dels infectats per l’esmentada malaltia haurien gaudit del remei i que a l’escriptor Javier Reverte no li hauria calgut vantar-se amb ironia del seu antídot pedestre: el gintònic.   

23 de des. 2011

LA VIE EN ROSE

Fotomontaje: Daniela Edburg
Se despertó con una desoladora sensación de agotamiento, la boca seca y unas irreprimibles ganas de tomarse un Martini Rosso. Recordó que la noche anterior había tenido una digestión pesada y no sabía si culpar al roast beef o a la botella de champán rosado que se bebió entera ella solita. Como no podía conciliar el sueño, fue a buscarlo en las páginas de El nombre de la rosa, pero entre el exceso de vapores etílicos y las aviesas intenciones de tanto monje sin vocación erró en su propósito. Tuvo entonces que recurrir al cine y debió de ser a mitad de La rosa púrpura del Cairo cuando el dios Morfeo la hizo suya.
Descorrió la cortina y observó que aquel día el cielo tenía el color rosado de la encía de los leopardos, tal como tiempo atrás había imaginado Borges en uno de sus cuentos. Pensó que se repondría con una buena ducha; sin embargo, en el último momento cambió de opinión y se sumergió en una bañera de pétalos de rosa. Cerró los ojos y se vio agarrando el timón de un barco, al albur de la rosa de los vientos.
Salió del baño enfundada en un albornoz y caminando de puntillas, con la misma ligereza que una bailarina en maillot y tutú rosados. En la terraza le esperaba la anhelada bebida y aquel pastelito de fresa tan similar al que solía merendar cuando aprendía a declinar el rosa, rosae. Eran los tiempos de las Nancys, las Barbies, los disfraces de princesa y los globos rosados de los chicles Bang-bang. Entonces su mundo giraba alrededor de la escuela y de los capítulos de los dibujos de la pantera rosa. Por desgracia, todo se complicó a partir del momento en el que, tensas las pantorrillas en sus medias rosadas, el famoso torero le arrojó la montera al tendido, presto a dedicarle su faena con el capote fucsia. Se casaron tras un corto romance y, frente a la bandada de flamencos del lago Victoria donde pasaron la luna de miel, tuvo la certeza de que su vida era de color de rosa. Poco podía imaginar que acababa de ponerse una corona de espinas de rosa y que, como la trapecista que desafía el vacío, se vería obligada a huir de las palizas de su marido. Se había convertido en la joven de las Doctor Martens de sus peores pesadillas, aquella a quien acechaba una enorme nube de algodón caramelizado.
Encendió el televisor y se alegró de haber perdido el contacto con los habituales de la prensa rosa o del corazón. Sin aquel animal, en adelante se marchitaría felizmente como una rosa.

22 de des. 2011

SOPAR IMPROVISAT

Foto: Imatges Google
Com compatibilitzar la corrua de sopars que s’acosta per festes amb el desig d’acabar aquest bloc dignament? Només se m’acut que deixant de dormir. Avui mateix, després del festival escolar nadalenc dels meus fills, a causa del qual he modificat el meu horari laboral per sortir abans de l’oficina, m’havia fet la il·lusió de complir la meva obligació diària amb vosaltres sense notar l’alè de les presses al clatell. Tanmateix, la meva dona ha engegat en orri els meus plans en anunciar-me que faríem un mos a casa dels veïns. «Aquesta nit l’Emilio i l’Edith han convidat uns quants pares del col·le i m’han preguntat si ens venia de gust pujar a dalt. No els podia dir que no, de manera que hauràs de carregar amb la teva frustració, un parell de cadires i una ampolla de vi». «Cagada pastorets!», he proferit en el meu fur intern.
Al tercer hi havia quatre parelles i una mare desaparellada, a més de nou nens. Al segon, el meu ordinador i l’article encara per començar. No m’he volgut fer mala sang perquè, mentre els adults esperàvem a la cuina que arribés el nostre torn per sopar, m’he deixat amarar per un clima distès i agradable que de seguida m’ha fet sentir molt còmode. Així que, malgrat el neguit, he omplert de vi un got de la Hello Kitty i he procurat mostrar-me participatiu. Algú ha triat un primer tema de conversa que, de tan intranscendent, m’ha captivat en un batre d’ulls: la mida d’alguns dits de les mans. Resulta que en els homes l’índex és més llarg que l’anul·lar, mentre que en les dones succeeix el contrari. Quan ho hem anat a comprovar, m’he quedat estupefacte: el pronòstic es complia en el noranta per cent dels casos. La mare que ha atribuït aquesta curiositat morfològica a la testosterona ha estat a punt de provocar l’habitual guerra de sexes quan, de passada, ha culpabilitzat l’hormona de ser la causant de la crisi actual. I, a més, ha rematat la seva invectiva tot dient: «Si les dones haguéssim tingut el poder ara lluiria més el pèl».
Damunt la taula del menjador, els estralls d’un sopar de nens. Taques de salsa, líquid vessat a les estovalles, escampadissa de formatge ratllat i molles de pa... Fent-ne cas omís, entre espaguetis a la bolonyesa i un parell d’amanides amb tots els ingredients en harmonia, la conversa ha anat de mobles (la falta de confiança estimula l’enginy). Abans que els efectes del vi aconseguissin arrossegar-nos cap a l’atzucac on van a parar sempre els sopars improvisats, hem après les diferències entre un sinfonier i un boudoir. Després, algú ha confessat que l’aigua que circulava pel pou motoritzat del pessebre de l’aparador li feia venir pixera. I, tal com havia pressentit, hem començat a desbarrar en el fangar de l’escatologia. No ho censuro –sobretot, arran de l’aparició en la superfície del record del paper higiènic El Elefante (el de la cel·lofana groga)–. Crec que ha estat aleshores quan he donat les gràcies a la meva dona per haver acceptat la invitació dels veïns. M'havien deixat el post del dia a cor què vols.

21 de des. 2011

NEGRAYCRIMINAL (Y XII)

Foto: R. Berrocal

Ha llegado el momento de las despedidas. Aunque me cuesta anunciároslo (escribo embargado por una emoción cómplice –permitidme un guiño a mis adorados compañeros de club–), éste será el último de los posts que escriba en El caçador d’instants sobre la librería NegrayCriminal de los nunca suficientemente valorados Paco Camarasa y Montse Clavé. De manera que, al igual que hice en su día con el primer artículo de la serie, me voy a permitir tomarme una licencia que no va a ser sino la misma de entonces (por si me faltó convicción): instaros a que acudáis de miércoles a domingo a esta coqueta librería de la calle de la Sal, en el barrio de la Barceloneta, y pongáis a prueba a los libreros. Os maravillarán con lo que llegan a saber sobre su mercancía y no os daréis ni cuenta, pues lejos de abrazar el vano lucimiento personal tan sólo persiguen compartir con el visitante su franca pasión por todo lo que huela a negro. Si me atrevo a insistiros es por haceros partícipes de uno de los grandes alicientes que se pueden encontrar hoy en día en la ciudad. Quiero lo mejor para quien ha tenido la paciencia de aguantarme durante este intenso año. Creo que es una buena manera de agradeceros vuestra fidelidad.
Dicho lo dicho, entro ya en materia. Si alguna vez os ha seducido el cine gamberro de Quentin Tarantino, hoy, por gentileza de Libros del Asteroide, tengo el placer de hablaros de una de las fuentes de las que más ha bebido el director de Tennessee: la no menos gamberra novela Los amigos de Eddie Coyle, del ya fallecido George V. Higgins. Ha sido la lectura del mes de diciembre y, sin duda, un estupendo cierre de año.
La cosa va de tipos ambiguos en el Boston de la década de los sesenta, gente que no quiere fastidiar a nadie a propósito aunque el devenir de los acontecimientos nos invite a pensar lo contrario. Me resulta imposible hablar de una trama (ni lineal ni elíptica) porque no la hay, pero precisamente en esa ausencia reside la maestría de este libro. Se diría que uno se halla frente una mera crónica periodística, no ante un relato imaginario. Se trata de la máxima expresión de un realismo puro y duro y carente de artificios literarios donde el código del honor está a la orden del día. De ahí que no haya sobrevivido al desgaste de los años. Pero eso poco importa. Y más si uno tiene ocasión de darse un infrecuente atracón de diálogos vivos e inteligentes al alcance de muy pocos escritores. Bien es cierto que la fotografía general es triste y deprimente, pero vale la pena dejarse llevar por la fuerza de esta historia igual que si se circulara en alguno de los muscle cars de los protagonistas.
Para acabar, un compromiso. El de seguir escribiendo en el blog de Cómplices para dar detalle a los amigos del club de lectura de nuestros apasionantes encuentros mensuales. 

20 de des. 2011

UN PLAER COMPARTIT

Foto: R. Berrocal
A primera hora de la tarda he agafat el cotxe i he circulat en direcció al bonic poble de Sant Sebastià dels Gorgs, al cor del Penedès, on tinc família política, a fi de recollir un parell de caixes de cava del bo amb què regaré els principals àpats d’aquestes festes nadalenques. Crec que és la primera vegada que surto de Barcelona en dia de cada dia sense l’objectiu de vendre una enciclopèdia. Em sento estrany i trobo a faltar la concentració i gravetat que em caracteritzaven en altres temps. Però també és cert que de seguida s’apodera de mi una sensació d’alleujament.
Renuncio a l’autopista; em proposo gaudir al màxim del paisatge vitivinícola que sé que m’espera un cop franquegi el port de l’Ordal. Estic de sort perquè el cel és net de calitja i possibilita que la llum saturi els colors. Quan arribo a El Pago comencen a aparèixer les primers vinyes. Els ceps fan la fila de mans artrítiques implorant auxili i tenen un aspecte esfereïdor: els llarguíssims sarments recorden els dits de Fu Manchu. En aquesta fase, tinc molt clar que preferiria passar una nit al bosc que no pas en una vinya. Resulta impossible imaginar que d’aquí a nou mesos estaran repletes de gotims de raïm. I molt menys que, en temps de la verema, les guineus desafiaran el risc i perseguiran embogides els remolcs dels tractors davant de la perspectiva real que en caigui algun carràs. Les he vist més d’un cop donant validesa a la faula de l'Isop. Fins i tot, he volgut imitar-les i no he resistit la temptació de menjar raïm després d’arrencar-lo del cep. Sens dubte, un dels petits plaers de la vida.
Com el del vi, que m’entusiasma. No en sóc un expert, tot i que per a mi és una matèria d’estudi permanent. M’agrada despullar-lo amb els cinc sentits. El tinc com un relaxant exercici intel·lectual que s’adiu amb la meva concepció de la vida: passió i coneixement. Des del moment d’abocar-lo a la copa, em poso en guàrdia. Resulta molt plaent contemplar-ne el color, la transparència, els reflexos, la fluïdesa (la llàgrima), el gas... Igual que la pesquisa olfactiva d’esbrinar les aromes primàries, secundàries i, per reblar el clau, fins i tot les terciàries. Clar que res millor que preparar-se per donar l’estocada i degustar-lo. Trobo sublim l’instant en què experimento el seu grau de salabror, acidesa, dolçor o amargor. Per no parlar del tacte, on conflueixen l’astringència, la temperatura, el carbònic i la densitat del vi.
Però tot això que he explicat no tindria cap sentit sense una música prèvia. I no parlo ni del moment d’obrir l’ampolla ni del de vessar-ne el contingut a la copa. M’estic referint al brindis. Perquè, hi ha alguna cosa millor que compartir aquesta font de plaer amb els éssers estimats?

19 de des. 2011

L'OPCIÓ DE NO CAÇAR

Foto: Imatges Google
Feia temps que no tenia constància de cap penjament de llebrers, però en un diari de províncies l’altre dia vaig trobar una notícia amb foto inclosa. Vull recordar que aquestes atroces morts són conseqüència del judici arbitrari que alguns caçadors malànimes emeten sobre la competència per a la cacera dels seus gossos. La fórmula, en aquests casos, és tan elemental com qui la prescriu: tant rastreges, tant vius. Quina diferència amb el vuitcentista marquès de Camps, un caçador admirable: culte, generós i esportiu, a més d’un tirador de primer ordre. Tan sols cal llegir alguns dels seus relats venatoris per entusiasmar-se amb les tendres evocacions dels seus fidels perdiguers.
M’atreveixo a dir que l’única faceta que he repudiat del meu avi Felipe ha estat la de caçador. La seva especialitat eren les perdius. No tenia gossos, però sí perdigots, els quals amb els seus cants actuaven de reclam per atraure altres congèneres. Des del primer dia vaig considerar aberrant la seva pràctica cinegètica i em guardava d’apropar-me a les minúscules gàbies d’aquells pobres animals que, a més de delators, estaven condemnats a la presó perpètua. Encara ara em sorprenc amb la saviesa de l’instint d’infant que de seguida em va fer veure la indignitat de l’engany en algú que ja tenia l’avantatge de l’escopeta. De la mateixa manera, vaig fer creu i ratlla amb l’Ernest Hemingway arran de la lectura de Green hills of Africa, on va ser dolorós entrellucar un caçador despietat incapaç de sadollar-se amb la sang de les seves preses. És per això que li agrairé eternament al destí que em posés a les mans The old man and the sea molt abans.
Sempre que rememoro la figura del caçador em ve al cap un client cordovès –caçador únicament de preses en moviment– que em va explicar com un furtiu li va arrabassar al rei Juan Carlos un cérvol amb nou puntes en un vedat valencià. Va aprofitar l’estona de dinar del guarda que el vigilava per matar-lo. Volia evitar-li un final infame, si fa no fa com el d’aquells óssos mig ensinistrats a l’abast de l’escopeta del sàtrapa romanès Nicolai Ceasescu.
A mi, en qualsevol cas, les històries cinegètiques que més m’agraden són les de penediments. Tinc un amic bolivià que em va confessar la seva renúncia a continuar caçant el dia que, encimbellat en un guayabochi, amb una mona aranya en el punt de mira, va observar com aquesta intentava protegir-se el cos amb els braços mentre plorava com una Magdalena.
Jorge de Pallejà, autor d’un bon grapat de llibres cinegètics d’una qualitat inigualable (Al sur del lago Chad, Simba o Los búfalos del Okavango), va acabar escrivint No matar, la opción de un cazador, on explicava els motius pels quals abandonava la seva antiga afició. «Ja no mato; he descobert que els animals són molt més interessants i bonics vius. Jo caçava per l’emoció d’experimentar l’aventura de les meves lectures. Sense armes, perseguir animals és un plaer molt més estètic». Celebro la seva decisió.

18 de des. 2011

LITERATURA Y DEPORTE, O VICEVERSA

Foto: Imágenes Google
¿Fue la literatura la causante de mi afición por determinados deportes o fueron en cambio ciertos deportes los que alentaron mi interés por algunos libros muy concretos? Lo ignoro, aunque bien es cierto que con mucho me veo antes con un balón en los pies que con un tebeo en las manos –para mí, literatura al fin–. No sólo eso: mientras que mis recuerdos más lejanos sobre algún acontecimiento deportivo de envergadura –aparte de la Liga de fútbol– se remontan a los JJ.OO. de Montreal 76 y a los de Moscú 80, los de mi primera lectura especializada, La carrera de Flanagan, del escritor escocés Tom McNab –el mismo que fue director técnico de la película Carros de fuego– son de 1983. O sea que, con anterioridad a esa inolvidable novela acerca de una carrera por etapas de costa a costa de los Estados Unidos, hacía años que yo ya admiraba a algunos dioses del tartán, como las hombrunas corredoras Jarmila Kratochvilova y Marita Koch, los talentosos mediofondistas Sebastian Coe y Steve Ovett, las bellas saltadoras Sara Simeoni, Ulrike Meyfarth y Tamara Bikova, el quimérico pertiguista Vladislav Kotsakievik o la desgarbada y mediocre pero constante Doina Melinte, mi preferida y campeona de la doble vuelta en el ocaso de su carrera deportiva. 
Creo asimismo que si bien literatura y deporte han seguido en general caminos paralelos a lo largo de mi vida, cuando ambos han confluido la satisfacción ha sido inmensa. Aún guardo como oro en paño una de las pocas veces que se dio esa circunstancia. Fue al revés que en el caso del atletismo. Acababa de leer posiblemente el bildungsroman por antonomasia, El mundo según Garp, del deslumbrante John Irving, en el que el protagonista, T.S. Garp, se convierte, durante su etapa universitaria, en un consumado luchador en la modalidad de “libre”, como también lo fue de joven el propio Irving. Por esas fechas el COOB’92, en el que trabajé preparando los JJ.OO. de Barcelona, organizó unas pruebas piloto a un año vista de la gran cita olímpica. A mí me tocó cubrir la sede donde se celebraba la competición de lucha grecorromana. Estaba claro que Irving me había inoculado el veneno de la pasión por ese deporte; sin embargo, los esforzados luchadores en liza –todos con un enorme coágulo de sangre en cada oreja– hicieron el resto. Al año siguiente fue un placer ver triunfar en directo al gran rey de la grecorromana de entonces: el colosal Alexander Karelin.
Otro gigante de un deporte permanentemente estigmatizado (el boxeo) a quien contemplé in situ fue al cubano Félix Savón, de quien se decía que podría haber derrotado a cualquier púgil de Estados Unidos si se hubiera decidido a dar el paso como profesional. Llegar a él fue algo más rocambolesco. Si bien me lancé desde el tobogán de Pressing Boxeo, el programa de Telecinco presentado por los facundos comentaristas Jaime Ugarte y Xabier Azpitarte –que arrojó combates extraordinarios, como el que enfrentó a Jorge “maromero” Páez y a Troy Dorsey–, todo había empezado sin embargo en un libro memorable: la biografía del boxeador panameño Panamá Al Brown, escrita magistralmente por el pintor Eduardo Arroyo.
¿Y la hípica? Bastó juntar mis lecturas del cómic infantil Furia con el entrañable El juego de los caballos, de Fernando Savater, para viajar entusiasmado a Epsom, a Ascot, a Kentucky, a Melbourne... ¿Y la esgrima? Nadie mejor que el ilustrado Richard Cohen y su erudito Blandir la espada. ¿Y el ajedrez? Woody Allen, aunque en realidad quisiera acabar con él. ¿Y...? 
No sé quién fue antes, si el huevo o la gallina. Pero me da francamente lo mismo. Porque tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando.