3 d’abr. 2018

NOS HEMOS QUEDADO SIN PACO

Paco junto a Montse Clavé, como yo quiero recordarlo 

Leer novela negra o policíaca era algo así como comer carne con tendones. Se me hacía una bola indigerible. Resultaba enormemente frustrante porque, pese a los constantes fracasos, no dejaba de atraerme. Hasta que un día –hace ahora diez años– mi madre vio un anuncio en el periódico: una librería de la Barceloneta especializada en el asunto organizaba clubes de lectura. Ni lo dudé. Llamé, me presenté en NegrayCriminal, en la calle de la Sal, y al mes siguiente me sumergí en la novela seleccionada por Paco Camarasa, el librero que había organizado el tinglado: La tercera virgen, de Fred Vargas. No sé si fue por la obligación de hablar en público sobre la misma, pero el caso es que la leí con esmero y, claro está, me fascinó. Tras dejarnos decir la nuestra, el análisis posterior de Paco, al que me sometí con el recelo del profano, contenía tal cantidad de matices que encumbró la obra de la autora francesa hasta lo insospechado. Una minucia en comparación con lo que aquel hombrecillo de mirada asiática y un hilillo de voz que amenazaba con dejarlo tirado en cualquier momento iba a conseguir conmigo: convertirme en un lector atento y fino, y tan incondicional al talento de los grandes del género como despiadado con las sucias artimañas de los embaucadores. Y eso que Paco, fueran o no ovejas descarriadas, los acogía a todos bajo su manto celestial. Mucho había que pincharlo para conseguir de él un atisbo de crítica. Siempre hallaba algo que acababa salvando de la quema al interfecto. Porque por encima incluso de la sabiduría y humildad de Paco, estaba su generosidad. No hay prueba más irrebatible que su Sangre en los estantes, ese magistral testamento en el que, tanto por la parte escritora como por la lectora, no ha querido dejar fuera a nadie.
El cierre de NegrayCriminal en el año 2015 me supuso un gran disgusto. Comprar una negra o policíaca lejos de las cuatro paredes de aquella librería coquetona a la que uno llegaba cansado tras una buena caminata pero ansioso por que Paco le sacara alguna de sus latitas de caviar ya no es lo mismo. (Amén del vino y los mejillones de Montse de los sábados.) Pese a todo, aún podíamos seguir contagiándonos de su pasión en los clubes de lectura a los que nunca renunció y en esa BCNegra que él solito se había inventado y para la que ya no podrá haber mejor comisario. En los últimos tiempos, la enfermedad nos lo ha ido dosificando y al final ha acabado por arrebatárnoslo. Me despedí de él en la cárcel Modelo –qué mejor lugar para hacerlo con Paco– el pasado domingo 4 de febrero, en el acto de clausura de la BCNegra, con Andreu Martín y Juan Madrid tratando de dar réplica a esas preguntas brillantes que con tanta naturalidad formulaba. No tengo ninguna duda de que ahora mismo ya se está tomando su primer vinito con Francisco González Ledesma, el jefe de la banda, y su querido Manuel Vázquez Montalbán, y despotricando contra el régimen con su retranca valenciana. Poco consuelo, sin embargo, para quien tampoco tiene ninguna duda de que, a partir de hoy, el mundo sin él será un poco peor. Nos hemos quedado sin Paco.

12 de març 2018

Y VAN TRES

Con mi hija Clàudia, divina e incondicional

Siempre recordaré el pasado 2017 como mi ‘annus horribilis’. Tanto ha sido así que hasta el aspecto deportivo se ha visto salpicado: cinco meses parado por culpa de una rotura fibrilar en el isquio derecho. No pude volver a correr hasta septiembre y la inactividad y el obligado cambio de escenario de mis entrenamientos –los ascensos por la montaña en sustitución de la planicie de asfalto junto al mar– tuvieron consecuencias a las primeras de cambio: dos ‘pedradas’ en los gemelos me dejaron postrado un mes más. La desesperación se apoderó de mí: “¿iba a tener que renunciar a una de las actividades más placenteras de esta vida?”. Ni hablar. Lo volví a intentar en octubre, tomando todas las precauciones habidas y por haber y, de paso, cambiando mi forma de correr: se acabó apoyar los talones en el suelo en mis pisadas. Poco a poco, las piernas fueron desentumeciéndose y recuperaron su vigor. Pronto dejé de conformarme con llegar hasta Torre Baró y continué devorando kilómetros por la maravillosa pista del Passeig de les Aigües, respirando aire puro, deleitándome con la espléndida vista que ofrece de Sant Cugat y añorando el mar en la lejanía. También alterné los indispensables entrenos matutinos del fin de semana con entrenos vespertinos en días laborables. Hasta me compré un frontal para romper la absoluta oscuridad, evitar una indeseada torcedura de tobillo y no darme de bruces con algún jabalí despistado.
Y en enero quise probarme en serio. Para ello, y como otras veces antes, cogí el tren hasta Premià de Mar con la intención de volver a casa corriendo. ¡Un desastre! En el kilómetro veinte, a la altura de las torres Mapfre y a falta de tres para llegar, tuve que sentarme a descansar. No podía con mi alma. ¿La maratón de Barcelona? Ni por asomo. Lo intenté de nuevo en febrero y… ¡sorpresa! Corrí en el tiempo que me había propuesto de antemano. “¿Habría sido un espejismo?”. Tenía que cerciorarme y reincidí al cabo de una semana. El resultado fue igual de bueno. De repente, el gusanillo de la maratón apareció en todo su esplendor. Supe que iba a estar allí. Necesitaba más que nunca estar allí. Y fue entonces, tras un encuentro fortuito con Hugo, vecino, amigo y compañero de fatigas en mi primera maratón, cuando me hice con un dorsal. “¡Mil gracias, muchacho!”. Ya no había vuelta atrás.
Lo de ayer fue más la ilusión de verme en la línea de salida que otra cosa. Con únicamente trescientas horas de vuelo frente a las ochocientas recomendadas para correr con garantías una maratón, mi única pretensión era hacer kilómetros hasta que el cuerpo dijera basta. Ni siquiera tenía la esperanza de llegar a Arc del Triomf, donde me esperaba mi hijo Héctor para correr juntos el último tramo. Salí desde el cajón de los corredores de 3h 45’–4h y, pese a la lentitud circundante, dominé mi impaciencia y me contuve. No estaba el horno para bollos. Me fui hidratando debidamente en todos los avituallamientos y conseguí correr dieciocho kilómetros con mi nueva técnica de carrera, hasta que gemelos y tobillos se rebelaron al unísono. Pese a todo, me notaba con las fuerzas intactas y seguí a lo mío. Los trocitos de plátano que engullí a la altura de la media maratón me permitieron afrontar la pesadilla de la torre Agbar y superar primero el kilómetro treinta y después el temido ‘muro’. Estaba ya muy cerca de mi hijo… y la maldición que hasta la fecha nos ha impedido correr juntos volvió a hacer de las suyas. No nos encontramos. Pese a que las dudas arreciaron, me obligué a no abandonar. Apreté los dientes, cerré los ojos, me sumí en agradables pensamientos y encaré la bajada de El Corte Inglés arropado por los ánimos de anónimos ciudadanos. Cuando me di cuenta estaba en el Paral·lel, a dos kilómetros de la meta. Bromeé incluso con la posibilidad de dejarlo a solo uno del final, en lo que hubiera sido un bonito acto poético. Pero no lo hice y completé mi tercera maratón, más seguro que nunca de que habrá más. Y para acabar, un aforismo del gran poeta valenciano Carlos Marzal: “El deporte nos reconcilia con lo real. Sudar es disipar desdichas”.

12 de març 2017

MI YO DE AYER ES INVENCIBLE (POR AHORA)


En la última edición de la Cursa de l'Amistat
A los cuarenta y tres me dio por correr. Desde entonces, solo he estado parado diez meses por una artritis en un tobillo (regalo de mi primera maratón). Nunca me ha dado pereza madrugar y, lo mejor de todo, jamás me he aburrido entrenando. He descubierto mi cuerpo y la música, que desde tiempos inmemoriales capitalizaba mi hermano. También me ha quedado muy claro que no hay dos días de entreno iguales. Siempre pasan cosas. La última, a finales de septiembre del año pasado, cuando una tormenta bíblica me sorprendió en plena carrera a las siete y media de la mañana. Aunque en las inmediaciones del hotel Wela rememoré el desembarco de Normandía a causa de los truenos y relámpagos que caían inclementes, conforme me fui alejando de la playa de vuelta a casa experimenté un placer inmenso, pisada tras pisada, con mis viejas Mizuno hasta los topes de agua. Flotaba como un overcraft y, empapado de arriba abajo, corrí como hacía tiempo no lo hacía. Días después, con viento a favor, me vi embriagado por una sensación olfativa agradabilísima, de oso grizzly (quien no se conmueve con fruslerías es porque no quiere), al cruzarme con dos corredores jóvenes en la Mar Bella: la del jabón perfumado de sus equipaciones –en un pispás, visualicé no solo a sus abnegadas madres sino también el anuncio de Heno de Pravia de mi infancia–. Y hace escasamente dos semanas, en un entreno temerario de treinta kilómetros (demasiados para lo poco que quedaba antes de la celebración de la Maratón de Barcelona 2017), recorrí por primera vez todo el tramo de césped aledaño al lecho del río Besòs desde su desembocadura al mar hasta la linde con Montcada i Reixac.
Pero vayamos a las carreras, sin duda más atractivas para quien pueda leer esta entrada. No me entusiasman y las evito tanto como puedo. Solo corro dos al año: la Cursa de l’Amistat –diecisiete kilómetros desde el castillo de Montjuïc hasta el recinto del Tibidabo– y la maratón de Barcelona. ¡Craso error!, visto lo visto hoy. Y aquí permitidme que ponga un momento el freno para explicar cómo el pasado noviembre viví en propia piel la pesadilla de todo corredor: llegar tarde a una carrera. Fue en la citada Cursa de l’Amistat. Me dejó tirado Transports Metropolitans de Barcelona y, pese a que con otros tres corredores en mi misma situación conseguimos reunir el dinero para que un taxi nos subiera a la montaña de Montjuïc, salí el último a cinco minutos del pelotón. Superada la frustración inicial, conseguí dejar casi cuatrocientos cadáveres a mis espaldas en una carrera épica. No como en la Maratón de Barcelona de hoy, en la que una estrategia suicida ha dado al traste con mis ilusiones de batir mi récord personal para el que tanto me he preparado esta temporada. Ha sido un error de cálculo que achaco precisamente a mi falta de experiencia en carreras y al que pienso poner remedio. Me ha faltado personalidad para imponer mi ritmo y he ido a trompicones de flor en flor, o sea, confiando en mantener el que marcaban otros corredores. En el kilómetro diez ya me había hecho el harakiri, y lo triste es que no me he enterado hasta el treinta y cinco cuando en un avituallamiento he perdido al matrimonio de franceses talludito como yo al que perseguía desde la torre Agbar. Me he sentido como Tom Hanks en El náufrago, desesperado por encontrar a Wilson y con el nivel de glucógeno en los pies –estos, además, me hervían por culpa de una mala elección de calcetines en la que he encontrado similitudes con el McLaren de Fernando Alonso–. Poco después del treinta y seis, a punto de llegar a Arc de Triomf, he dicho basta cuando todavía era posible el récord. No quería ser también yo un cadáver. ¡Una lástima! Sobre todo porque, por segunda vez, he dejado colgado a mi hijo en el passeig Colom, a la espera de enlazar con él para que me ayudara a completar el recorrido. Según la afortunada frase del escritor Haruki Murakami, si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ese no es otro que el tú de ayer. De momento, tras tres intentos, no lo he conseguido. La edad juega en contra, pero esto no ha acabado aún.  



3 d’abr. 2016

GRÀCIES, JOHAN!



La frase de la discòrdia
En les hores prèvies al clàssic de futbol, poso la tele per estar-ne al corrent de les possibles novetats d’última hora i topo amb el directe in situ d’un dels inefables periodistes d’esports de TV3. Sense amagar la seva emoció, mostra a l’audiència com si fos un tresor la samarreta blaugrana amb la frase “Gràcies Johan” amb què el FC Barcelona ha volgut homenatjar el recentment desaparegut ídol holandès Johan Cruyff. Des del plató, els seus companys s’apressen a aclarir que, evidentment, el periodista està obligat a retornar-la al club perquè només se n’han fet tres per a cada jugador de la plantilla. Immediatament, penso que en el futur algú pagarà un bon grapat de diners per aquella exclusiva peça de roba, però que jo, encara que m’ho pogués permetre, no ho faria. Em disgusta sobre manera que ni tan sols no s’hagin pres la molèstia d’escriure “Gràcies, Johan” amb coma, o, fins i tot, “Gràcies, Johan!”, amb coma i signe d’exclamació, que és el que hauria pertocat a causa de la grandesa de l’homenatjat. (L’absència de l’exclamació encara l’hauria perdonada, ja que, ben mirat, els catalans sempre hem estat refractaris a mostrar en públic els nostres sentiments, com aquells aldeans danesos de la inoblidable pel·li ‘El festín de Babette’.)
Al vespre, a l’àmplia sala d’estar de la Laura, que ha convidat a veure uns quants amics el partit davant del seu formidable televisor, no puc evitar fixar-me en dues enormes pancartes arran de gespa amb la frase “Gràcies Johan” i en una altra d’idèntica de la penya Almogàvers. Acte seguit, apareix el mural de paper xarol que el públic ha format a requeriment del club i que veurà mig món: “Gràcies Johan”. Faltaria més. Enrabiat, em dóna per treure conclusions i em pregunto si en realitat no es tracta d’una mena de sabotatge o una conseqüència de la fredor amb què les darreres directives han tractat Johan Cruyff. “Li fem aquest homenatge per acontentar tothom, però tampoc no ens passem de frenada, eh! (amb exclamació, ara sí)”. De cop i volta, l’amfitriona, tan observadora o més que jo, llança a l’aire la pregunta: “Però no hi hauria d’haver una coma entre el ‘Gràcies’ i el ‘Johan’?”. L’hauria abraçada. No estic sol. Tracto d’explicar com m’ha estat mortificant tota la tarda aquella coma absent mentre recordo una classe d’història de la meva infantesa en què el professor va parlar-nos de l’ajusticiament erroni d’algú perquè un altre va oblidar una coma ‒“‘No tingui pietat’, en comptes de ‘No, tingui pietat’”‒, però el partit ja ha començat i només la Laura se’n fa càrrec. Al minut seixanta, algú treu ferro al gol de l’empat de Benzema tot afirmant amb rotunditat: “Va, ara començaran a baixar físicament i els matxacarem”. Sorprenentment, qui es queda sense benzina és el Barça i el resultat final no pot ser més decebedor: 1 a 2 a favor del Madrid. “Gràcies, Johan!”, exclamo dintre meu. 



14 de març 2016

HE VUELTO A SER 'FINISHER'



Con mi hija Clàudia, el sorpresón del día
En la pasada edición de la maratón de Barcelona hinqué la rodilla a nueve kilómetros del final, por lo que me he pasado todo el año lamiéndome las heridas y entrenando como si me fuera la vida en ello. He subido hasta el castillo de Montjuïc unas cincuenta veces, no me ha importado coger el tren hasta Premià o Vilassar de Mar para regresar a casa corriendo y he buscado con ahínco el suelo blando del lecho del río Besós igual que un cowboy los ansiados pastos para su ganado. En definitiva, he disfrutado de lo lindo sufriendo para volver a ser finisher.
Hubo dos momentos memorables en la carrera de ayer. El primero se produjo en la Diagonal, cuando gocé de quince segundos de absoluta ingravidez mientras sonaba el Caruso de Lucio Dalla en mis auriculares (algún día hablaré en profundidad de esta sensación tan fugaz y placentera, el súmmum de todo corredor). El segundo, llegó después del kilómetro 34. Noté cómo me desprendía de la losa que había llevado a cuestas durante doce meses y me liberaba de toda la presión acumulada. Sabía que iba a ser muy difícil superar el tiempo del día de mi estreno tres años antes y me limité a paladear el último tramo del recorrido. En la calle Marina, como ya estaba previsto, se unió a mí mi amigo Gustavo y le confesé que no tenía ninguna duda de que iba a llegar al final. Estaba enterísimo e incluso me permití el lujo de desoír las quejas de mis tobillos, debilitados por tantos kilómetros de entreno acumulados. Ya habría tiempo para descansar y para mimarlos como se merecían con mi poción mágica de hierbas y arcilla verde. Delante de El Corte Inglés, gracias al calor de un público completamente entregado, desapareció también de una vez por todas el frío que me había martirizado en las calles sombrías del Eixample. Tan solo faltaba darse el gustazo de bajar a buen ritmo por la Via Laietana y de encarar el Passeig Colom antes de llegar al Paral·lel. Lo que no sabía era la sorpresa que aún me aguardaba: mi hija Clàudia saltaba un murete de piedra a la manera del espontáneo de una corrida de toros y se unía a nosotros para acompañarnos hasta la meta. Ni que decir tiene que se me hizo un nudo en el estómago y que me vi obligado a contener un puchero. El caso es que la interminable recta final, en la que casi fui llevado en volandas por mis fieles escuderos, me supo a gloria, y la puntilla de los últimos doscientos metros en subida la recordaré con deleite toda mi vida. He vuelto a ser finisher y, ahora más que nunca, tengo la plena convicción de que lo seguiré siendo mientras el cuerpo aguante.   


18 de març 2015

COMO UN HUTU POR LA BARCELONETA

Con las fuerzas todavía intactas

De entre la infinidad de razones que llevan a correr una maratón –una, al menos, por cada corredor–, hasta ahora la mía se cernía exclusivamente a la posibilidad de escribir sobre esta prueba atlética con conocimiento de causa. Pero el pasado domingo, en la Zurich Marató de Barcelona 2015, se quedó en nada al descubrir que yo, en realidad, corría para emocionar a los míos durante unos segundos a fin de perpetuarme en su inconsciente. Por eso cuando en el kilómetro treinta y uno, en la curva del Fòrum, mi mujer y mis hijos tampoco aparecieron entre el numeroso público que se apiñaba tras las vallas, tal como habían dejado de hacerlo una hora antes a mitad de carrera, la aflicción y el desaliento se adueñaron de mí y, agarrándome uno por cada brazo, como una patrulla policial, me sacaron literalmente de la carrera. Mira tú por dónde, una inesperada descoordinación familiar, el único cabo que no había dejado atado de antemano con la suficiente escrupulosidad, fue la que me condenó. Si en mi primera maratón, la de 2013, ver a mi hijo Héctor concentradísimo tratando de que no se le cayera el gel energético que debía suministrarme me dio alas hasta la meta, en esta ocasión su ausencia, unida a la de mi mujer y mi hija, consumió en un santiamén las escasas fuerzas que aún me quedaban. De repente topé con un muro que se revelaba más alto que el Empire State y, presa de un miedo cerval, mi cabeza decidió claudicar sin encomendarse siquiera al dictamen de las piernas. Así que sucedió lo inevitable. En el kilómetro treinta y tres, en una mediana de la avenida del Litoral, sucumbí a la tentación y, desviándome de mi trayectoria, me arrojé en plancha sobre una suntuosa lengua de césped primaveral. Ya no había vuelta atrás. Acababa de abandonar de buenas a primeras y, durante los siguientes cinco minutos, fue como patalear en el fondo del mar para zafarme de un pesado lastre y ascender a la superficie a coger aire. Hasta que no lo conseguí, no hallé alivio. Casi perdí la consciencia, aunque quizá solo se tratara de un leve duermevela atribuible a la relajación muscular. No sé si en ese momento mi cabeza llegó a concebir el regreso a la carrera, pero si lo hizo las piernas le devolvieron el desaire, pues al incorporarme ya no me sostenían.
Lo que sucedió a partir de ese momento es el equivalente a la cara oculta de la Luna. Sin ser ostensible, ahí está. Con serias dificultades para caminar, y abatido por un vacío espantoso, me fui alejando como un jinete solitario de la enloquecedora marea de corredores –todo se ve muy distinto desde el otro lado de la barrera– que aún pugnaba por su recompensa. Crucé el paseo marítimo al tiempo que me desprendía de los imanes que aguantaban el dorsal y, al llegar a la linde de la playa de la Barceloneta, me descalcé indeliberadamente, sin venir a cuento, como hubiera podido alisarme una ceja. Había enterrado todo vestigio de corredor y deambulé por la arena con la mirada extraviada y los remordimientos a flor de piel, igual que aquellos hutus infames que, tras el genocidio de Ruanda, huyeron con sus crímenes a cuestas hacia la frontera del Zaire. 
Ahora ya sé que rendirse también tiene consecuencias. La más inmediata, de orden físico: una tiritera pertinaz que no remitió ni con el agua caliente de la ducha de casa. La más alarmante, de orden mental: el orgullo herido por no haber sido capaz de cruzar la meta y el reconcomio por la frustración. Bien es cierto que, poco a poco, me voy centrando en un único y abrumador objetivo: cómo afrontar los últimos nueve kilómetros de la Zurich Marató de Barcelona 2016. Mucho me temo que esa va a ser mi gran obsesión a lo largo de este eterno año de espera que acaba de dar el pistoletazo de salida.